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A la hermana Amalia Sesti

Superiora en San Cataldo

Palermo, 28 de julio de 1887

Hija mía en Jesucristo,

que Jesús sea amado por todos los corazones.


Viva Jesús, hija mía, en nuestros corazones, y con este Nombre poderosísimo, y con este amor dulcísimo, lo ganaremos todo, lo lograremos todo en la Misión que se nos ha confiado. Sabemos que, por nosotros mismos, no podemos hacer nada, ¡pero podremos hacer todo en Aquel que nos consuela! ¡Ánimo! Así que, adelante en el Nombre de Jesús, no te desanimes por tu propia miseria, sino ponte toda en las manos de Dios. Acuérdate, que la quijada del burro, en manos de Sansón, se convirtió en un arma poderosa para derrotar a todos los enemigos de Dios, y si usted se entrega toda entera en las manos del verdadero Sansón, que es Jesucristo, podrá convertirse en un verdadero instrumento para la gloria de Dios, si bien por sí misma no vale nada.

En nuestra Regla la Superiora no es otra que la primera entre iguales, y ella, con su buen ejemplo, con su impecable observancia, debe llenar a todas sus compañeras del Espíritu de Dios. El primero debe ser el último, dice el Señor, y ésta es la norma que la Superiora debe tener para sí misma.

Para su guía, resumo en tres artículos nuestra experiencia:

El primer artículo es la presencia de Dios. Toda alma que abraza nuestra Regla debe emplear toda su diligencia, para que Dios que está en el cielo, en la tierra y en todo lugar, esté siempre presente en su mente, y nunca se olvide de Él. Cuando el alma, con este esfuerzo de diligencia, logra mantenerse siempre en la presencia de Dios, nace en ella el amor hacia este Dios de bondad; y cuando ella llega a amarlo, entonces el amor enciende tanto el corazón que será imposible olvidarlo por un solo momento y, caliente por aquel fuego, irá a todos lados cantando: «¡amor, amor!».

El segundo artículo de nuestra santa Regla viene en ayuda del primero. «Recibe todo de la mano de Dios y mira la imagen de Jesucristo en todos». Al practicar este segundo artículo con fe viva, cada alma observadora se considerara como sola en la Casa del Señor, y mirando su imagen en todos, no solo aceptará todo con calma de las manos de Dios, sino que estará atenta para servirlo en todos, y en consecuencia tendrá en sí el deseo vivo de cargar no sólo todo el trabajo de la casa sobre sus hombros, sino que será feliz cuando pueda hacer suyos los sufrimientos de todos, para liberar a cada uno de la parte que le correspondería. Al hacerlo, sentiría en su corazón la alegría de liberar a Jesús del enorme peso de la cruz. Este segundo artículo viene en ayuda del primero, porque, mirando en todos la imagen del Señor, el alma, lejos de distraerse por caer en el amor particular y desordenado de las criaturas, ama y ve a su Dios en cada criatura, y por consecuencia la presencia de Dios continuará en ella, tratando también con las criaturas. Y, por tanto nunca habrá faltas de respeto entre las almas observantes, sino que reinará en todos y en todas las circunstancias, la más alta competencia de la caridad de Jesucristo, que se dejó crucificar por sus crucificadores.

¡El tercer artículo ordena que debemos hacer todo por puro amor y la gloria de Dios! Esto, al tiempo que consolida los dos artículos precedentes, enriquece al alma con todos los tesoros de Dios porque la rinde merecedora de vida eterna, no solo por los actos que en sí mismos son buenos, sino también aquellos que son indiferentes y necesarios. Suena la campana para despertar y para descansar, para la recreación y el trabajo, para el coro y para el comedor: si el alma observadora ha logrado hacer todo por puro amor y gloria de Dios, obtendrá de cada momento observado el mismo mérito de la vida eterna; y haciendo todo por puro amor y gloria de Dios, al mismo tiempo se ayudará a observar los dos primeros artículos, es decir, a estar a la presencia divina, a recibir todo de sus manos divinas y a mirar en todos su bella y amadísima imagen. Sin embargo, para tener éxito en esta observancia, que conduce a la verdadera caridad, es decir, al amor de Dios, se necesita que el alma esté totalmente despojada de sí misma y, por eso, la santa Regla, en sus Constituciones, nos inculca a llevar la contemplación en la actividad de nuestra vida.

Para sostener la fuerza del cuerpo, nosotros vamos al comedor tres veces al día y la Regla quiere que cada una coma todo lo que el Señor le da. Así, para mantener la fuerza del alma, las Constituciones inculcan que tres veces al día la se vaya al coro, para que el alma tome su alimento en la santa oración. Y así como el alimento material del cuerpo sostiene las fuerzas materiales por espacio de 6 horas, el alimento del alma, renovado tres veces al día, debe mantener las fuerzas espirituales en la perpetua contemplación. O si sale a la colecta o si va al lavadero, o a la cocina, o a cualquier otro oficio, el alma debe permanecer siempre unida a su Dios en la santa oración, y debe aprovechar de todo para despertar y nutrir en sí misma ese espíritu que ha obtenido de la santa oración propuesta en el coro de vísperas, recordada antes del descanso e inmediatamente después de despertarse, releída en el coro de la mañana. En esta santa conversación estará en su trabajo y también en su descanso. «Es un sueño inútil, si llega el sueño, duermen las luces, pero el corazón está despierto». Y si en la noche se despierta, el primer pensamiento debe ser recordar la conversación que tuvo con su Señor, para retomarla. La santa contemplación nos hace olvidarnos de nosotros mismos y nos hace vivir en Dios y para Dios; por eso se inculca el silencio interno y externo […].

La Hermana en tanto está obligada por la Regla a ser siempre sincera, sencilla, humilde y obediente hasta la muerte y a la muerte misma de la cruz, por lo que debe llevar dentro de sí el sentimiento de ser la más indigna, debe llevar dentro de sí el espíritu de mortificación y de abnegación, deseando querer sufrir y morir por Jesucristo sirviéndolo en sus pobrecillos, como Él quiso sufrir y morir por su alma. ¡Qué hermosa antecámara del paraíso será en esa casa donde viven estas Hermanas! Que Dios te conceda esta suerte y te consuele en tu misión […].

La bendigo con todos.