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Homilia

del Beato Santiago Cusmano

Pobrecillos de Jesús, den gracias al buen Jesús, el cual se enterneció y se conmovió al ver el hambre de aquella multitud: «se conmovió por ellos» (Mc 6,34). Den gracias al buen Jesús, que a nosotros, sus apóstoles, en la persona de los doce primeros, dijo: «Hagan que se sienten, denles ustedes mismos de comer» (Lc 9,14-13); reúnanlos y sírvanles. Denle gracias porque nosotros, en virtud de este mandato, lo hemos elegido como modelo de solicitud, de ternura y de caridad, y rueguen por nosotros, sus servidores.

Pobrecillos de Jesucristo, ustedes son los amigos de Dios, ustedes son nuestros protectores y sus oraciones, por nosotros, son igualmente válidas delante de Dios como las de los santos del cielo. Ustedes delante de Dios lo pueden todo, tienen las llaves del cielo, sus deseos regulan los tiempos y las estaciones. Ustedes nos ahorrarán los azotes de Dios, ustedes nos libran de la muerte eterna, ustedes son la imagen de Jesucristo, y por eso los santos, impedidos de visitar a Jesús en el sacramento, se arrodillaban ante los pobres enfermos. Infelices los que no quieren conocerles, infelices los que no quieren apreciarles; estos tienen las pupilas hacia abajo, ¡Ah! como quisiera alzar mi voz, y hacerla oír en los más remotos confines del mundo, para invitar a todas las almas a conocerles y a servirles.

Oh almas escogidas que están esparcidas por toda la faz de la tierra; o almas elegidas que desean ver a Jesús, desistan de este piadoso deseo; en esto estaría la satisfacción de los sentidos, pero los sentidos podrían engañarles; pero vengan conmigo, satisfaceré su deseo. ¿Quieres ver a Jesús? he aquí los pobrecillos, estos son como un sacramento más, porque en la persona del pobre está escondido Jesús.

O ustedes que profesan amar a Dios, el Dios escondido (Is 45:15), ¿quieren amarlo aún más? ¿quieren amarlo como Él quiere y se merece? vengan conmigo y los llevaré a la casa del amor cristiano; a la casa de la caridad.

¡Desgracia! para esas almas que no quieren seguir mis pasos, de hecho, éstas me repiten: pero para amar perfectamente a Dios, ¿acaso es necesario ir adonde ustedes están, en la casa de la caridad? Infelices … Escuchen lo que el Espíritu Santo te responde de mi parte: ¿Cómo puedes amar a Dios que no se ve, si no se ama a los propios hermanos que se ven languideciendo en la pobreza? O ustedes que desean tesoros, ¿quieren adquirir el tesoro real? Vengan conmigo, les haré ricos. Les llevaré con el levita Esteban, con Francisco de Asís, con Vicente de Paoli, con Juan de Dios; estos les mostrarán el rico tesoro en la persona de los pobrecillos, porque los pobrecillos son el tesoro de Jesucristo. Escuchen, pues, su voz que nos dice: Les recomiendo mi Tesoro. 

Así pues, ustedes son grandes, ¡oh! pobrecillos de Jesucristo. Él empleó para ustedes gran parte de su misión divina, elevó vuestra pobreza a sacramento, haciéndoles objeto de culto, y siendo así, entonces me postro a sus pies y los beso. Creo que al hacer esto con ustedes, se lo estoy haciendo a la persona de Jesucristo. Toco vuestras heridas; currándolas y medicándolas con mis manos sacerdotales, pero yo creo que le estoy haciendo todo esto al mismo Jesucristo. Ustedes quedan humillados y confundidos cuando yo ejerzo estos oficios, y ustedes creen que es una degradación de mi dignidad sacerdotal. No: déjenme hacerlo libremente, con esto ennoblezco el carácter sagrado.

Y es que acaso, ¿cuándo Jesús sanó y sirvió a los pobres y enfermos degradó su dignidad? ¿Degradó su divinidad cuando tocó a los muertos y leprosos? El sacerdote que ejerce en estos oficios, renueva lo mismo que hizo Jesucristo. En mi opinión, él continúa o hace memoria del sacrificio del altar; porque en el altar trata y toca el Cuerpo de Jesucristo que fue sacrificado y crucificado, el cual perdió su salud, habiéndose reducido, de la cabeza a los pies, a una gran herida: «Desde las plantas de los pies hasta la cabeza no hay una parte sana en él. «(Is 1, 6); y en el lecho de los enfermos, el sacerdote trata y toca al pobre cubierto de heridas, que es la imagen de Jesucristo. A los ojos de la carne estas cosas son repugnantes, pero a los ojos del espíritu son cosas divinas.